El psiquiatra que por primera vez introdujo la discusión sobre la eutanasia en la Argentina, dice que la muerte debe dejar de ser un tabú y debe ser “aceptada como un hecho natural, parte de la vida”. Defiende el derecho de los enfermos terminales a elegir el modo y el momento de su muerte, y sostiene que la legislación al respecto no avanza “porque negamos todo lo que nos genere angustia y miedo: somos adictos al placer pero fóbicos al dolor”.
Por Cicco para Tiempo Argentino
El rol que me ha puesto la vida es el de un partero”, se define Hugo Dopaso, 75 años, médico psiquiatra, “soy partero, pero a la inversa”. Dopaso es el hombre que, llegado el caso, no sacará a nadie del útero de su madre, lo sacará del útero de este mundo. Desde hace años, lucha por derribar los velos del último tabú de la civilización moderna, e instalar un debate impensado: la elección de cada cual a elegir su muerte. Fue el primero, décadas atrás, en mencionar la eutanasia en la Argentina. Instaló la terapia del último año, donde los pacientes cierran heridas, reordenan prioridades en grupo con el fin de, en sus palabras, “convertir una vida falsa en verdadera”. Y acompaña a enfermos terminales en su despegue final hacia el más arriba o hacia el más abajo. “Es asombroso, nunca hubo ni siquiera planes legislativos para legalizar la eutanasia en nuestro país. Lo único que existe es un proyecto de ley para tratar la ‘muerte digna’, que es una forma más humanizada de asistencia médica para el final de la vida, que se aprobó en Río Negro. Falta que el gobierno provincial lo reglamente.”
En El derecho a bien morir, su flamante tercer título, donde explora su vida como discípulo de Osho, ese maestro indio que no tenía tabú alguno, y las muertes cercanas que cambiaron el eje de su carrera, Dopaso apunta duro contra los médicos, a quienes acusa de amputaciones sin consentimiento, encarnizamiento terapéutico y falta de roce con los pacientes. “Algunas veces no está muy claro si estamos prolongando la vida”, afirma, “o estamos obstaculizando el natural proceso de morir”.
La oficina de Dopaso sobre la Avenida La Plata es mitad consultorio, mitad santuario a sus figuras: ahí está el retrato de Fritz Perls, creador de la terapia Gestalt, anciano y aún lleno de chispa, y, en primer plano, el cuadro mayor, Osho de capucha y barba blanca. Dopaso tiene la mirada dulce, lúcida y melancólica del soldado que vio, cientos y cientos de veces, dónde termina todo.
–¿Por qué en la Argentina todo el mundo habla de sexo, y la muerte sigue siendo un tabú?
–Hasta no hace mucho, el tabú era precisamente el sexo, pero la sociedad cambia, y quizá hasta evoluciona. La razón es simple: tendemos a apartar y aun a negar todo tema que nos genere dolor, angustia y miedo. Somos adictos al placer y fóbicos al dolor.
–Pero, ¿existió alguna época o cultura que aceptara mejor la muerte que en la actualidad?
–Claro que la hubo. Ocurría cuando la muerte era aceptada como lo que es: un hecho natural, parte de la vida. Actualmente, en la sociedad sofisticada y materialista de nuestros días, se tiende a verla más como una tragedia, como lo peor que le puede pasar a alguien. Pero coexistimos con culturas más sabias, aunque aparentemente primitivas, que conservan esa mirada simple de la muerte. Todos los seres humanos deberíamos tener el derecho a un buen morir cuando se dan las condiciones. La clave es ayudar a los familiares para que puedan asumir esa pérdida y permitir que mueran cuando el proceso es irreversible.
–En su libro dice que hay que hacerse amigos de la enfermedad. En estos tiempos, ¿no es mucho pedir?
–Yo me refiero a las enfermedades crónicas, esas que se pueden mejorar pero no curar, aquellas con las que tendremos que cargar hasta el final de nuestra vida. En estos casos, me parece preferible adoptar una actitud amigable en vez de luchar, que es lo que nos carga de estrés, angustia y depresión. Luchar empeora las cosas. Es mi experiencia, yo padezco de EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica) como consecuencia de haber fumado desde muy joven, y no lucho contra la enfermedad, convivo con ella.
–¿Por qué dice que los médicos escuchan cada vez menos a los pacientes?
–Porque es la realidad. Uno de los problemas de la medicina moderna es que los médicos no disponen de tiempo. Algunos ya ni siquiera revisan a los pacientes, se limitan a pedirles estudios y exámenes de laboratorio para hacer el diagnóstico. Tal vez así haya más ciencia, pero sin duda hay menos contacto humano. Y eso tiene un precio.
–Usted habla de un escenario aun más preocupante. Afirma que los médicos llegan al encarnizamiento terapéutico en su lucha contra la enfermedad.
–Así es. Hay quienes llegan a extremos inimaginables. A veces ocurre cuando, a raíz de trastornos circulatorios en algunas formas malignas de diabetes, el médico empieza por amputar un dedo del pie, sigue con la pierna y continúa con la otra. ¡Si no los para un juez, siguen amputando! Estos colegas no comprenden la diferencia entre la vida de un cuerpo y la vida de un ser humano. Para ellos, sólo cuenta la vida del cuerpo físico y se empecinan en seguir sosteniéndolo con vida a toda costa, sin tomar en consideración a la persona. Creo que malinterpretan el concepto de sacralidad de la vida.
–¿En cuántos países está legalizada la eutanasia?
–En muchos. En Holanda, con 12 millones de habitantes, un censo de 1995 señaló que se practicaron 3600 eutanasias y 238 suicidios asistidos. Con un mayor control del sufrimiento humano logrado por la incorporación de la medicina paliativa, estas cifras bajaron notablemente. En Europa, la eutanasia es aceptada en Holanda, Bélgica y Suiza, donde está la clínica Dignitas, a la que además de los suizos pueden concurrir a morir otros europeos. En todos los casos, se requiere acreditar la condición de paciente con enfermedad terminal. En los Estados Unidos, el suicidio asistido está legislado en el Estado de Oregon. Allí, desde 1997, un paciente con enfermedad terminal comprobada puede obtener del médico una receta de una dosis letal para poner fin a su vida.
–Sin embargo, hay historias ejemplares de gente que, aun con enfermedades terminales, sale adelante. Como el caso de Stephen Hawking, el astrofísico que, en silla de ruedas y con un cuadro severo de parálisis, sigue en plena actividad.
–No estoy tan seguro de que Hawking sea un ejemplo que todos deberíamos seguir: él es un genio y vive en los Estados Unidos, su vida le resulta significativa porque tiene mucho para dar a la humanidad. En nuestro país también viven muchas personas que, con grandes limitaciones físicas, desarrollan sus vidas admirablemente. Tenemos incluso un diputado nacional en condiciones similares. Pero la decisión sobre continuar o renunciar a seguir viviendo en esas condiciones es personal y no debería implicar un juicio de valor.
–Hay un dato tremendo. En su libro señala que la tasa de suicidios de ancianos en el país llega al 19,2 por cada 100 mil habitantes, la más alta de todas las edades.
–Es preocupante e innecesario. Muchos ancianos se suicidan de un modo lamentable, violento y cruel, porque cuando anuncian que ya no desean seguir viviendo, se les niega ese derecho y se les impide consumar su deseo. Ellos quisieran partir en sus casas, despedidos por sus seres queridos con amor y gratitud. Lo que suelen hacer entonces esos viejos es remolonear en la cama y rechazar la comida y el agua, saben por instinto que si los dejan van a poder morir en poco tiempo y sin mayores molestias. Pero su familia, los médicos y la ley no se lo permiten. La sociedad, en su mayoría, se resiste a ver a la muerte como la liberación y el final de un sufrimiento inútil en ciertos casos. La pregunta que surge entonces es si vivir es un derecho o una obligación. A esos ancianos que ya no quieren seguir viviendo, y no porque les falte cariño o compañía, no les dejamos otra opción que el suicidio, terrible decisión en la que raramente fracasan, dado su alto nivel de decisión.
–¿Es cierto que las notas suicidas suelen ser muy lúcidas y no propias de alguien depresivo?
–No soy experto en suicidios, no es mi especialidad. El suicidio es un problema complejo y misterioso. Lo que veo es que casi siempre se lo analiza desde afuera y prejuiciosamente y se lo imputa a alguna perturbación mental. No es raro que los ancianos suicidas dejen notas. Lo raro es que sean correctamente evaluadas, por eso se atribuye esa decisión casi siempre a la depresión. Lo que se requiere es considerar el acto suicida en el contexto de la vida total de esa persona y no como un hecho aislado. Se hicieron estudios que demuestran que, en general, estas notas son llamativamente claras y lúcidas, lo que indicaría que no responden a un momento de desesperación. Más bien responden a un llamado misterioso desde lo más profundo del Ser. Hay que aprender a respetar las creencias de los demás, las diferentes maneras de ver la vida y la muerte. Reconocer y aceptar que cada persona puede pensar diferente en relación a este y otros grandes temas existenciales. Nadie debería pretender imponer sus creencias a los demás, y hay que permitir que cada quien pueda tomar sus decisiones vitales en un marco de respeto y libertad.
–¿Por qué recomienda permanecer en casa para tener un buen morir?
–Porque es el único lugar donde podemos preservar nuestra autonomía y tomar las decisiones finales que queramos según nuestras creencias y los dictados de nuestra conciencia. En cualquier institución de salud, como los sanatorios y los hospitales, los médicos toman las decisiones según sus propias reglas y creencias, y frecuentemente sin consultar cuáles son las nuestras.
–Usted dice que su padre le enseñó la diferencia entre envejecer y madurar. ¿Cree realmente que la mayoría de la gente sólo envejece pero que rara vez acaba de madurar?
–Mi padre me enseñó que un buen morir es posible. Él estaba preparado para su partida. Decía que su vida estaba concluida, que ya no estaba interesado en pertenecer a este mundo, que había visto todo lo que tenía que ver y se quería ir. Y lo más asombroso era el modo como lo decía y cómo murió, en paz y con una sonrisa en los labios. Pienso que mientras su cuerpo físico envejecía, él como persona maduraba y desplegaba una gran sabiduría. Lamentablemente, no parece ser esa la experiencia de la mayoría de los viejos.
–Todo esto, sin embargo, no deja de parecer lejano. Pues, en definitiva, ¿existe alguna forma de perder el miedo a la muerte?
–El primer paso es comprender que a aquello a lo que tememos no es ni puede ser a la muerte misma –que es un misterio– sino lo que imaginamos que es. También hay que reconocer que, en verdad, le tememos al proceso de morir, al penoso camino que debemos recorrer como consecuencia de la medicalización, que es el uso que se hace de la tecnología médica para prolongar la vida del cuerpo más allá de toda expectativa de curación. Personalmente, la experiencia me ayudó a descubrir que no somos nuestro cuerpo, sólo lo habitamos. Lo que somos, en realidad, esa conciencia que nos permite saber que existimos, nunca nació y por lo tanto nunca morirá. Su linaje pertenece a la eternidad.
-A los 75 años, ¿cómo se imagina su propia muerte?
-Mire, ya no estoy seguro si la imagino o la deseo. Pero espero que sea en casa y rodeado por las personas que amo. Quiero irme en paz.